3.31.2008

Invierno prematuro


Nuevamente la ventana cerrada. Así se termina la temporada, con un gesto de no más de cinco segundos, rápido e insufrible, torpe, apurado. Intento retener el calor veraniego, que no escape, lo abrazo tímidamente, casi con culpa. El sol se escabulle allá lejos y mi dormitorio vuelve a las sombras. Con el frío me duele algo más que los dedos de las manos y de los pies. Mi estómago se contrae, los músculos se retuercen buscando cobijo en la grasa abdominal. La lengua en esta ocasión también decide refugiarse en un lugar húmedo y seguro. Con mi boca se conforma. El temblor se apodera de mí. Al ritmo de un blues melancólico me voy encogiendo en una implosión que ya venía venir semanas atrás, cuando la noche no me entregó nada, ni siquiera una de esas estrellas perdidas en los sueños de los amorosos de siempre. La fogata romanticona fue apagada a pisotones por las Converse negras, sin dejar espacio a un rebrote, a un fuego tardío que ayudara a pasar mayo, junio y julio. Es la época del kerosene, el calor artificial, el chaleco a la mano, el gorro desilachado, el doble calcetín, porque todo sirve para pasar el invierno.

La lluvia aún no aparece. Las nubes vienen en camino y no estoy preparado. Aún ando en polera, esperando, tal vez, los últimos rayos de sol, los últimos destellos de color antes del lúgubre gris capitalino. La suerte está tirada. El frío me congela las ideas y no hago más que escupir polvo, tierra y arena. Cierro las cortinas, mientras me contraigo, de a poco, en torno al humo verdoso de una "tila", que es lo único que ahora me queda.