Ahí estaban, frente a frente, con las miradas encontradas en un punto del universo indescifrable, perdido en medio de la oscuridad, del tiempo y del olvido. El flaco apretó sus puños con fuerza, tanto que comenzó a enterrarse las uñas en la palma. No se dio cuenta. Las piernas le temblaban, tenía miedo y un sudor frío comenzaba a empapar sus sobacos. Tenía miedo de mearse. Tenía un miedo conchesumadre a muchas otras cosas, pero ahí seguía, a pesar de todo, con una decisión que hasta a él mismo le parecía extraña.
Le dieron ganas de vomitar. Comenzó a respirar corto y rápido, tratando de evitar devolver el sabor ácido que subía por su garganta. "Pega culiao, pega", pensaba repetidamente y sin parar, como metralleta cargada de proclamas victoriosas. Los músculos de la espalda se le tensaron. Apretó los dientes con fuerza y arrugó el ceño. El corazón le latía descontrolado. Así quedó esperando el primer golpe, el puño certero y furioso sobre su cara, sobre su ingenua idea de que podría soporarlo.
Finalmente se meó. Mojó sus pantalones y las zapatillas. El piso se inundó con su orina rojiza, ensangrentada desde la última paliza que su viejo le había dado. Y ahí estaban nuevamente, el flaco con su miedo eterno y el viejo borracho con sus ganas de hacerlo mierda.
El flaco no se dio cuenta cuando la mano del viejo estaba sobre su cara. Tampoco se dio cuenta cuando estaba tirado sobre el piso meado. No sintió los pisotones sobre su espalda ni la voz de su madre que desde algún lugar de la casa gritaba que por favor parara todo esto. El flaco cerró los ojos, nubló su mente, esperó que la noche pasara rápido y en murmullos repitió una y otra vez que esta sí sería la última. Y pensando en ese deseo victorioso esperó el nuevo día.