9.23.2007

Viaje del Winnipeg

EL BARCO DE LA LIBERTAD

En 1939 terminó la guerra civil española y comenzó la segunda guerra mundial. Estos dos hitos, marcados por la muerte y la irracionalidad, también provocaron que millones de españoles tuvieran que salir desterrados de su país. A dos mil de ellos, un viejo barco les ofreció rehacer sus vidas en Chile. Les prometió dignidad y libertad. Así comenzó un viaje que se convirtió en mito.


“Libre nací y en libertad me fundo”
Miguel de Cervantes

La campana que anunciaba el desayuno sonó a las ocho de la mañana en punto. Muchos ya estaban vestidos, otros, aún dormían. Pedro se levantó lo más rápido que pudo. Las olas que chocaban contra el barco provocaban un vaivén más fuerte de lo común, complicándole la simple tarea de ponerse los pantalones. Una vez vestido, vio que casi todos ya habían salido a cubierta, en busca del pedazo de pan y el tarro de leche que correspondía a cada uno de los pasajeros.

- Vamos Bruno, que si no salimos luego nos quedamos en ayunas- gritó Pedro hacia el último de los camarotes, donde dormía su mejor amigo.

No tuvo respuesta. Gritó nuevamente, pero Bruno tampoco le contestó. Pensó que tal vez el cansancio lo mantenía dormido, así que dejó de lado un nuevo intento y salió a buscar su desayuno. Pasaron dos horas y Pedro, junto a un grupo de hombres, regresaron a las literas para descansar. En el último camarote seguía Bruno, quieto, como si el brusco balanceo del barco no lo molestara. Pedro, ya más preocupado, decidió acercarse. Cuando llegó a su lado, le preguntó en voz baja si algo ocurría, si estaba enfermo, si se sentía mal. No hubo más respuesta que el silencio. Pedro levantó la frazada. Encontró un rostro pálido e inmóvil. Desde su boca caía un hilo de saliva que humedecía la almohada y su siempre esquiva mirada azul, ahora permanecía fija. En la cara de su amigo reconoció a la muerte y lanzó un grito que recorrió las bodegas de aquel viejo barco. Sus lágrimas empaparon el piso y la memoria lo llevó tres meses atrás, cuando Bruno se acercó para ofrecerle un poco de comida que quedaba en su plato, en un campo de concentración francés. Ese día que nació una gran amistad bajo la desdicha, el hambre y el destierro.
Durante la guerra civil española, ambos fueron miembros del Partido de la Izquierda Revolucionaria, pero nunca tuvieron la oportunidad de conocerse. Cuando Franco tomó el poder, fueron arrestados, torturados y luego enviados al exilio a Francia. Cruzaron los Pirineos y llegaron a los centros para refugiados (como los llamaban los franceses), campos de concentración (como lo llamaban los republicanos). Los padres de Pedro, quien para entonces tenía 23 años, murieron durante el paso por las montañas. Bruno, de 31, perdió todo el rastro de su familia cuando se fue a combatir contra las fuerzas franquistas en Madrid. Estaban completamente solos y no tenían idea de que el futuro los esperaba en Sudamérica.

- ¿Comiste?- preguntó Bruno cuando se sentó al lado de Pedro, en una roca que había cerca de los baños del campo de concentración.
- Ayer- respondió Pedro.
- Toma, se nota que te hace falta- estiró la mano y ofreció un plato con dos papas cocidas.
- Ayer llegó un anuncio- dijo Pedro y luego se echó una papa a la boca.
- ¿Lo del poeta?
- Eso mismo. Dicen que tiene un barco que nos puede sacar de aquí. La próxima semana vendrán para reclutar refugiados.
- Chile...- dijo Bruno, mirando cómo Pedro se engullía la segunda papa-, así se llama el país. Chile.


A fines de Julio de 1939, llegó hasta el campo de concentración el Comité Chileno de Ayuda a los Refugiados Españoles, con el fin de elegir entre todos los prisioneros a quienes serían los beneficiarios del plan de ayuda. Eran tres personas quienes lo componían: Pablo Neruda, Delia del Carril (pareja del poeta) y el doctor José M. Calvo. Colocaron una mesa en medio del gran comedor. Sobre ella pusieron algunos papeles, y un cartel que decía “Se necesitan obreros, carpinteros y artesanos en general”. Pronto una inmensa fila se comenzó a formar. Todos querían saber de qué se trataba, tal vez esa ayuda significara salir de la miseria que se vivía en el campo de concentración.

- Tienes que decir que sabes hacer muebles- le dijo Bruno a Pedro cuando se incorporaron a la hilera de gente.
-Pero si yo nunca he tomado un martillo.
-No importa, lo tienes que decir de todos modos.
- ¿Qué dirás tú?
- Diré que si no tomo ese barco, moriré aquí dentro- respondió Bruno.

Después de varias horas esperando, llegó el turno de los dos hombres. Estaban nerviosos. Se acercaron juntos a la mesa, como lo hacían todas las familias, a pesar de que habían entablado su primera conversación sólo un par de días antes. Neruda los recibió de pie, luego estiró su mano y estrechó las de ellos con fuerza. El poeta usaba un sombrero veraniego, a pesar de que el frío se colaba por la tela de las ropas. Vestía un traje negro y una camisa blanca, aunque ya se veía un tanto amarillenta. Pedro supo de inmediato que el hombre que tenía enfrente era Neruda, pues poseía toda la estampa de escritor, de intelectual, sobre todo por la seriedad de su rostro. A su lado estaba Delia del Carril. Ella, por el contrario, saludó a los hombres y esbozó una sonrisa. Era la primera vez en más de tres meses que Pedro no veía un gesto de ese tipo, tan sincero, amable, desde aquella vez cuando su madre celebraba su cumpleaños 56.
Neruda tomó el montón de hojas que ocupaba para anotar los antecedentes de cada uno de los prisioneros que pasaban a inscribirse. Los leyó atentamente, en silencio, y luego contó a los inscritos. Después miró el resto de la fila. Con su cabeza iba haciendo un leve movimiento de arriba hacia abajo, mientras recorría con la vista a las personas ordenadas. Las contaba y hacía cálculos mentales. Pedro y Bruno comenzaron a ponerse nerviosos, porque parecía que los cupos ya se acababan.

- Somos buenos carpinteros- se apuró a decir Bruno.
-Los felicito. ¿A usted le gusta hacer sillas?- preguntó Neruda.
- Es lo que mejor sé hacer.
- ¿Pero le agrada hacerlas?- Inquirió Neruda

Bruno se descolocó. No supo qué responder. Miró a Pedro y éste levantó levemente sus hombros, sin tampoco saber qué decir. Pasaron unos cuantos segundos hasta que el poeta dijo: “Bueno, mejor díganme cómo se llaman, cuando los vea en Chile quiero llamarlos por sus nombres”. En el puerto de Pauillac estaba el carguero Winnipeg, esperando a los refugiados que Neruda reclutó en los distintos campos de concentración. El barco no era muy grande. Pesaba casi cinco mil toneladas, poco para un navío dedicado al transporte de productos entre Canadá y África. Al Winnipeg nunca se subieron más de veinte personas, de hecho, nunca se subió alguien que no fuera de la tripulación.
Cerca de las tres de la tarde comenzaron a llegar los refugiados. Los trenes venían repletos de personas, la gran mayoría mal vestidos, delgados, sucios y hediondos. Entre ellos se encontraban Bruno Vals y Pedro Ezquerro, quienes no dejaban de asombrarse por la felicidad que había en el ambiente. En el tramo que iba desde la estación del ferrocarril hasta el puerto, se veía a familias abrazadas, a niños aferrados a sus padres, gente riendo o llorando de alegría. Desde los vagones del tren, las personas sacaban sus pañuelos por las ventanillas, lanzaban gritos y vítores para desear el buen viaje de los españoles. Pedro hizo un rápido recorrido con su vista sobre el lugar. Su primera estimación fue que en el puerto habían entre mil quinientas y mil ochocientas personas. Luego miró al Winnipeg y pensó que éste debería tener una capacidad máxima para trescientas. Buscó en el horizonte otro barco, tal vez fueran dos los que los llevarían hasta Chile. Estaba en eso cuando Bruno interrumpió sus cálculos.

- Es raro todo esto.
- ¿Por qué lo dices, Bruno?- dijo Pedro sin tomar muy en cuenta la conversación.
- Porque la única vez que había visto un barco, fue cuando en el partido dieron la película del acorazado Potemkim.

Por los parlantes del Winnipeg comenzaron a dar informaciones. Las conversaciones se convirtieron en murmullos y luego en silencio. Primero se escuchó la instrucción de hacer dos filas, una de hombres y la otra de mujeres. Luego se anunció lo mismo, pero en francés. Al poco rato los miembros de la tripulación pasaron por la hilera, confirmando los nombres de cada una de las personas. La tarea demoró más 3 horas y sólo después de eso comenzó el embarque. El barco fue acondicionado especialmente para este viaje. Las bodegas se convirtieron en grandes dormitorios y en la cubierta se improvisaron baños para hombres y mujeres. Según la tripulación, había solo mil quinientas camas y los informes decían que eran dos mil doscientos los pasajeros abordo, así que los botes salvavidas y las hamacas también funcionaron como camarotes.
El espacio era demasiado pequeño para la cantidad de gente que había sobre el Winnipeg. A la semana de haber zarpado, todo se hacía más caótico dentro de las habitaciones. Era tanta la gente dentro de aquellas bodegas, y tan poco los instrumentos de aseo personal, que el olor se transformó en un repelente natural. Cuando las noches eran calurosas, lo mejor era dormir en la cubierta. A todo esto se sumaba la putrefacción que se producía cuando se mezclaban en el aire el olor de la orina, el vómito y la humedad. Pedro y Bruno todas las mañanas baldeaban el piso y lo restregaban, para ver si sacaban de una vez por todas el olor, pero era imposible. Con el correr del tiempo todos se acostumbraron y no era tema de reclamo para nadie.
En el viaje todo era rutinario. Desayunar a las ocho de la mañana, almorzar a las doce del día y a las seis de la tarde una cena liviana. Eso motivó que todos colaboraran en la cocina, ya fuese pelando papas, lavando platos o haciendo cualquier cosa que matara el tiempo. Poco antes de anochecer se escuchaba música por los altavoces. Aunque el repertorio no era muy variado. “Valencia” era una de las que tocaban frecuentemente, además de un tango y, por supuesto, “La Marsellesa”. Ésta era la canción favorita de Pedro, pero a la segunda semana de viaje no la quería oír más. Para evitar el aburrimiento muchos jugaban fútbol con un balón hecho de viejas camisas. Otros, hacían clases de pintura, de historia o de música a los niños. En ese momento Pedro supo que pese a que una de las exigencias era ser un obrero o artesano, muchos eran intelectuales, hombres de letras, historiadores o médicos. El criterio de selección de Neruda sólo tuvo un parámetro: llevar la mayor cantidad de personas posible.
Mientras más cerca de Sudamérica, mientras más horas de viaje sumaban Pedro y Bruno sobre el Winnipeg, más amigos se hacían. Pasaban horas conversando de fútbol, política o de las batallas en las que participaron. También hablaban de sus familias y de cómo les hubiera gustado formar con ellos una nueva vida en Chile. Pasaban tardes enteras mirando el mar, esperando que pronto apareciera tierra a la vista, esperando dejar atrás el manto de sangre que dejó la guerra.
Nunca se supo de qué murió Bruno. Era un hombre joven, fuerte y no se notaba enfermo. Es por eso mismo que Pedro lloró tanto su fallecimiento. Porque además se truncó la promesa de luchar contra las injusticias sociales. Porque más de alguna vez hablaron de su futuro en Chile e imaginaron sus destinos en las ciudades y pueblos que veían en los mapas del barco. Lloró porque no podría vivir junto a su amigo en Putaendo, el nombre que más les impresionó del país. Lloró porque no compartiría con él esa felicidad provocada por el recibimiento de miles de chilenos en el puerto de Valparaíso, ni tampoco la emoción que generarían los vítores a su llegada a la Estación Central de Santiago, el 4 de septiembre de 1939. Pedro no dejó de llorar aquella vez cuando el cuerpo de Bruno fue lanzado al mar, dos semanas antes de arribar en Chile, donde la libertad los esperaba.